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«En recuerdo de Zawi» por Carlos Norman Barea

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El príncipe Zawi, señor de los lugares acogidos hoy en el término municipal de Atarfe, rindió homenaje a estos páramos y a sus gentes con la demostración de su valentía y hora es ya, de que desde un pueblo agradecido como el de Atarfe se le devuelva el homenaje

De todos los avatares históricos por los que pasó Iliberri, mi preferido, sin dudarlo un instante, es el de la llegada de la dinastía zirí granadina, que procedente de una rama de los beréberes Sinhaya apareció por estas tierras allá por el año 1002, año en que falleció Ciprianus, de cuyo sepulcro aún se guardan algunas inscripciones en el museo arqueológico de Granada.

Los Ziríes sortearon el reparto de las tierras, de tal suerte que los designios de Elvira fueron a parar a manos del príncipe Zawi. Este adalid del ejército sinhayí se enfrentó a los omeyas, cuando éstos mantenían una proporción de hombres armados tan ventajosa como es la de cuatro soldados frente a uno. Aún así y ahí radica la magnífica personificación del espíritu de lucha frente a la adversidad, Zawi arengó a sus tropas con una consigna singular: “O a perecer o a triunfar”. Y triunfó, para después diluirse en la historia tras su muerte por envenenamiento en el lejano reino zirí de Qayrawan.

Zawi inició un milenio, exactamente de igual manera que nosotros estamos empezando otro, pero también emprendió e indicó un camino hacia la tenacidad. Zawi con su puesta en práctica de la virtud de los comienzos -según Jankélévitch: la valentía- nos recuerda constantemente que no hay un minuto que perder en la persecución de nuestros objetivos.

Con ese empaque me gustaría que interviniéramos en defensa de la naturaleza, por que en palabras de Joaquín Araujo: “A uno lo que literalmente le asombra es que no gritemos de rabia cada mañana ante las nuevas heridas que recibe el paisaje vivo”.

La Cora de Elvira medieval ha dejado por el transcurso del tiempo, en la cuneta de los siglos, retazos de paisajes desgajados. Buena prueba de ello se obtiene del contraste entre la realidad, no virtual, de nuestro entorno y aquella otra realidad descrita por Abd Al Karim: “Qastiliya es el nombre de una hermosa ciudad de Al-Andalus, capital de la Cora de Elvira que posee entre sus riquezas un profuso arbolado por entre el cual fluyen rios caudalosos. Con todo ello guarda un celoso parecido a Damasco”. Sin duda hoy podría calificarse de eufemismo la adjetivación de caudalosos para ríos como el Genil, el Cubillas o el Velillos. Por no hablar del escaso arbolado, únicamente representado por las choperas que, eso si, mantienen de manera escrupulosa una distribución antrópica basada en la geometría arábiga. Lejos pues, muy lejos, por que no reconocerlo, de los encinares -recordemos, al efecto, que los adehesamientos se iniciaron a finales del siglo XV-. Lejos también de los aprovechamientos de jarales y de las mancomunidades de pastos que ejercían la trashumancia hacia los prados del rey, en la sierra del Albaicin.

Lejos además de las plantaciones de almeces o latoneros, extensas despensas de materiales para la construcción de viviendas, lejos de los antaño frecuentes nogales y avellanos, lejos de las retorcidas higueras que en momentos posteriores llevaron al gran Linneo a incluir a esta planta en el grupo de las “criptógamas” o plantas sin flor, debido al pequeño tamaño de las flores y a su ubicación en un receptáculo vuelto hacia dentro en el interior de la futura piel del higo. Higueras, avellanos, nogales y almeces para un verdor que se perdió en el devenir de la historia. Lejos del cultivo del lino y de la cría de los gusanos de seda que proporcionaban unos roces también perdidos por la erosión del tiempo.

Por otro lado, que enorme distancia entre nuestras aguas y las suyas. Aquellas que le sirvieron a Albucaste, descubridor de la obtención del alcohol a partir del vino, para iniciarse en el arte de la perfumería. Aguas ziríes, que hoy harían las delicias de cualquier bañista y que en los albores del siglo XI daban esplendor inusitado a las agüeras de la Cora de Elvira.

Suaves texturas, preciosísimos aromas y aguas por doquier marcaron la impronta musulmana de la vida de nuestro príncipe Zawi. No obstante si Zawi hubiera podido comprobar cuán escaso empleo se le ha dado a la farmacopea que Avicena recogió en Libro de la Curación, de la cual era un apasionado admirador, sin duda, lamentaría haber marchado a la aventura que inesperadamente le deparó una tumba en el norte de Africa

Nuestro príncipe bereber conocedor de las recomendaciones que Apuleyo hizo en el siglo II sobre la recomendable utilización de la mandrágora para la curación de la idiotez, lloraría por no poder rescatar estas antiguas usanzas junto a otros olvidados usos que él especialmente apreciaba y adquiría en sus lecturas, mantenidas en secreto y realizadas a hurtadillas durante los descansos que se propiciaban en tiempos de paz. De entre ellas siempre le gustaba rememorar la anécdota y el detalle curioso sobre como en el antiguo Egipto se consideraba hermoso que las cejas se juntasen sobre la nariz, para este alarde de maquillaje se usaba un compuesto de huevos de hormiga machacados con cadáveres de mosca que proporcionaba una excelente y duradera pátina. Que se camuflaba hábilmente con el vello frontal del rostro. Este aspecto, a caballo entre la realidad y la ilusión le hacía concluir que era una excelsa manifestación de la imbricación del hombre con la naturaleza.

Zawi inconscientemente con sus preferencias delataba una pasión, quizás mal comprendida entre sus coetáneos, por la naturaleza, al estilo de los sentimientos que algunos siglos después expresó Alexander Pope en este bello poema: “Toda la naturaleza es sólo arte, que tú desconoces; todo azar es dirección, que no sabes ver; toda discordia es armonía no comprendida; un mal parcial, bien universal. Y pese al orgullo, pese al error de la razón. Una verdad es clara: todo cuanto es, está bien”.

De todas las andanzas referidas sobre este primer príncipe bereber dejaron constancia los escritos de Al Idrisi, contenidos en el Libro de Roger, subtitulado: “Diversión para aquél que desee conocer el mundo”. Un mundo que ya no podremos conocer y del cual, al menos, nos queda la impregnación del espíritu de aquel afortunado príncipe Zawi que triunfó a sabiendas de que por el camino se jugaba la pérdida de un envidiable estilo de vida respetuosa con la naturaleza. Nos quedan también sus creencias en la ética ecológica profunda y también nos quedan sus sinceros sentimientos de emoción ante cualquier ser vivo, incluso ante esas mismas moscas que fueron aludidas anteriormente y que él imaginaba revoloteando y compitiendo en busca de alguna digna sombra.
Epilogo: El príncipe Zawi, señor de los lugares acogidos hoy en el término municipal de Atarfe, rindió homenaje a estos páramos y a sus gentes con la demostración de su valentía y hora es ya, de que desde un pueblo agradecido como el de Atarfe se le devuelva el homenaje.

publicado en: ATARFE EN EL PAPEL de Ideal en la pagina 62 y 63

FOTO DE PORTADA DEL LIBRO DE JOSE LUIS SERRANO : ZAWI

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